Hay un momento del año… un pequeño territorio suspendido entre estaciones…
Un umbral donde el verano asoma tímidamente, pero aún no se atreve a entrar del todo.
Y nosotros —sí, nosotros— caminamos dentro de ese intervalo que parece inventado para recordarnos que todavía queda camino por andar.
Los exámenes se acercan, las rutinas se aprietan…
y ese tiempo del NOSOTROS, que nació en Navidad como una hoguera común, comienza a despedirse en silencio.
Porque el nosotros tiene su propio pulso: aparece cuando la luz crece… y se retira cuando el calor empieza a reclamar la soberanía del YO.
Pero hay una promesa que me acompaña estos días, casi como un mantra:
que incluso en medio del verano… incluso cuando todo huele a independencia, brillo personal y expansión…
ese nosotros seguirá latiendo.
No se irá del todo.
O mejor dicho: no puede irse, porque dejó raíces profundas en la conciencia grupal, en ese susurro interior que a veces confundimos con la voz de Dios… o con la brújula moral que nos guía cuando intentamos vivir de forma más holística, más coherente, más humanos.
Por eso, antes de que el verano entre oficialmente, te pido algo:
presta atención.
A cualquier conflicto.
A cualquier sombra.
A cualquier cosa que estalle o se tambalee en tu vida.
No son problemas.
Son exámenes.
Exámenes de coherencia grupal.
Porque la escuela —la verdadera escuela— no es solo para los niños.
Cada ciclo solar eleva el listón.
Y cada uno de nosotros tiene que subir un peldaño en su propia exigencia interna.
En verano estrenamos un nuevo YO.
Como un sistema operativo recién instalado que amplifica los sentidos:
los colores, los olores, los sabores, los sonidos…
todo parece tener vida propia.
No es casualidad.
Cada nuevo verano estrenas VIDA con mayúsculas.
Una vida más clara, más nítida, más intensa.
Pero antes de llegar ahí… hay que cerrar la primavera.
Durante el invierno y la primavera, igual que los bosques, igual que los jardines, trabajamos en modo colectivo.
Porque sí… aunque a veces lo olvidemos, no evolucionamos solos.
Y en los primeros seis meses del año, cuando la luz vuelve a crecer, actualizamos una pieza muy concreta:
el arquetipo paterno.
Ese que rige nuestra relación con lo social, con lo profesional, con los espacios donde actuamos como parte de un grupo.
Por eso, en estos meses, tantas cosas se mueven en lo laboral, en lo comunitario, en los roles que ocupamos.
Porque la conciencia se dedica a pulir nuestra presencia, a revisar qué se queda, qué se va, qué versión de nosotros debe nacer para los próximos seis meses.
Damos de alta.
Damos de baja.
Editamos.
Reconfiguramos.
Escribimos la teoría nueva de la que saldrá, tarde o temprano, nuestro fruto.
Y así… otro ciclo de Perséfone queda inscrito en la memoria de la humanidad.
Así terminamos la primavera.
Pero antes de cerrar del todo esta puerta, quiero recordarte algo:
el tiempo no existe.
Lo que existe son espacios.
Espacios con distintos niveles de evolución, distintos matices emocionales, distintas versiones de nosotros mismos.
El pasado, el presente y el futuro no están tan lejos unos de otros; siempre están coexistiendo, como capas de una misma melodía.
El pasado se hace presente cuando negamos la realidad.
El futuro se adelanta cuando la abrazamos.
Y mientras tanto…
solo tenemos este instante,
este latido,
este presente que seguimos recorriendo juntos, aunque el verano ya esté llamando a la puerta.

